jueves, 27 de octubre de 2011

Extraño Paseo Por El Coliseo (Pte 2)

Capítulo II: El humo y el Duende Negro.

Una glorieta que transpiraba helechos me introdujo a la sombra de un monolito en el centro de la plaza. Faltaban pocos minutos para el ritual, en mí, la displicente calma que sorprende a ligeros segundos de terminado el almuerzo. Observaba como la mañana, con una tranquilidad sinvergüenza, cambiaba de turno saludando a la tarde en igual o peor postura. Horario raro para que aparezca esa extraña criatura, noctámbula por naturaleza, se reserva el derecho a vista no por escapar, sino por comodidad. Igualmente, en medio de la fogata y la charla, atraído por el humo, hizo su aparición con su picaresca presencia.

El ritual era la simple comunión entre distintos y distantes fantasmas, que se juntaban antes de pertenecer al grupo de personas inflamables en el espectáculo. Se compartían vivencias, vivezas, todos en fraternal compañía, contando historias alrededor de la fogata, bebiendo el vino en un cáliz sagrado disfrazado de papel. Justo en el ombligo de nuestra congregación, como salido del humo mismo, el diferente a los de su especie, el Duende Negro, abrió sus ojos asomándose. Regularmente, suelen ser criaturas que con picardía, imparten la justicia que escapa de las leyes, vigilan la ley fuera de esta, esconden, asechan, aseguran, bromean, siempre bajo el pretexto de “mi actuar corresponde a su proceder”. Al contrario, nuestro visitante llegó con oportunista astucia, y carismática sonrisa, dispuesto a aceptar cualquier condición a cambio de una poco de distracción. Al parecer, lejos de querer entretenernos con sus tonterías y su ley, tejió con su magia cada rincón de la situación, tan rápido como apurado, tomo del cáliz, bebió de un sorbo casi todo su contenido. Llena su alma, ya nuestra pequeña presencia era prescindible; cometido el abuso, no quedaba más que la despedida.

Durante el saludo final, mi alma inquieta no pudo dejar de asombrase, al detener ese vistazo al rostro (que antes de parecía en constante cambio). Una nube de humo rodeaba toda su cara, su andar, su emoción y su cuerpo entero, como si el tiempo hubiese formado ese espectro para confundir a la gente, para escaparle, tal vez por ingrata o despistada. Al parecer, como todo duende, no podía escapar de su naturaleza, pero, detrás de ese manto como escudo, se veía un cuerpo deforme, como un niño diabólico que en el fondo de su alma, solo tenía mi reflejo.

viernes, 14 de octubre de 2011

...

Jugando al mismo juego

En veredas opuestas

Como nuestras espaldas

En medio de tanto tiempo

Jugando al mismo juego

Para no ver

Para no creer

Estamos en el mismo fuego

Sin parecerlo…

Apagandonos...

miércoles, 5 de octubre de 2011

La niña duende

Mi patio siempre estuvo habitado por diferentes animales ambulantes, de especies medias mutantes por así decirlo; que convivían de forma pacifica sacando las distancias e instintos propios de cada uno de ellos. Todos los días los alimentaba, jugaba un rato, los hacía sentir felices a pesar de su encierro voluntario, puesto que el fondo de mi hogar daba hacia el río que se escondía atrás de un pequeño cerco y unos árboles, por lo que podían entrar y salir cuando quisiesen. Cada temporada iba mostrando cuales se iban y sus reemplazos, pocos quedaban mucho tiempo; a demás, si bien quiero a esos bichos raros, no parece agradarles la idea de estancarse. Para ese fin tenía la pequeña cerca al fondo, cualquiera que se quisiera quedar, tenía solo que sorprenderme saltando esa cerca.

Así, luego de años, había visto yo casi cualquier espécimen de la selva de cemento, la fauna local, aves migratorias, diversas mutaciones genéticas, muchas ratas, en peligro de extinción o superpoblando el lugar; todos, o casi todos, hicieron presencia en mi casa. Con el tiempo, parecía que no había ningún animal nuevo que conocer, que debería migrar a otros horizontes (como me habían contado las aves que paraban de vez en cuando) para poder eliminar el aburrimiento que me generaba el patio, cambiante, pero con la misma fauna de siempre.

Un día de lluvia, apresuradamente, saqué a todo ser vivo que se interpuso en mi camino esperando que así se renueve la vida en mi patio, harto estaba de los mismos chillidos, ladridos, voces brutales, idiomas extraños, etc. No funciono, al pasar los días, solo se habían vuelto a ver a los mutantes, me ofusqué un poco, pero siendo los que mejor me caían fue como una depuración. Una tarde, mientras compartía historias con algunas de esas maravillas evolutivas, observé a una niña duende jugar entre las paredes de la cerca, me llamo la atención, no por su belleza, sino por su gracia y cuando se percato que la miraba, escapó. Pasaron los días, y esa luz que dejaba prendida por las noches por si aparecía, resultaba obsoleta; la oscuridad inundaba hasta las tardes que pasaba con los mutantes. Pensaba que era como esas aves pasajeras, que anidaban para mostrase y luego partían buscando mejores climas, o mejor comida. Un día volvió, sin esperarlo, pero nuevamente una visita precoz, un hasta luego y a la dulce espera. Una y otra vez conforme iban pasando las semanas, y meses, intercalaba pequeñas horas en compañía de la linda criatura y días de ausencia desmedida.

Si bien, mi primera impresión nunca fue refutada, lo que mostraba la duendecilla era diferente a cualquier otra especie que haya pisado mi patio. Cuando aparecía entregaba su magia a cuentagotas, ocultaba sus ojos rojos, y me hacía sentir que el patio era un lugar pequeño hasta para mi solo, me animaba a salir en busca de aventuras que a veces compartíamos, para luego jugar a las escondidas de vuelta. Podía pasar tardes enteras jugando en las paredes de la cerca, eso me pareció lo mejor; mi interés por la niña duende crecía con cada desafínate salto sobre el vallado, parecía indicarme que quería ocupar ese lugar, pero no; entraba y salía de el como quería, eso me apegaba y me separaba de ella dejándome inestable, confundido. Pasar de la alegría de despertar y ver sus ojos rojos y su sonrisa tímida, a seguir esperando en la ventana que se de una vuelta no estaba siendo bueno para mi, como un vicio que hace sentir su abstinencia. Una vez mas, apresuradamente, eché a toda la fauna de mi patio para renovar la vida, ahora no era monotonía el causante. La confusión en la que me encontraba nunca me soltó, me ataba a una eterna desconfianza sobre la niña duende, quizás acerté, o al contrario la duda hubiese sido mi ceguera; en cualquiera de los dos casos, desapareció de vuelta. Aún sigo esperando en mi ventana sin rastro de esa duendecilla, esperando más pequeñas horas de magia y ensueño que terminen con la sombra que pongo sobre su rostro.