Capítulo II: El humo y el Duende Negro.
Una glorieta que transpiraba helechos me introdujo a la sombra de un monolito en el centro de la plaza. Faltaban pocos minutos para el ritual, en mí, la displicente calma que sorprende a ligeros segundos de terminado el almuerzo. Observaba como la mañana, con una tranquilidad sinvergüenza, cambiaba de turno saludando a la tarde en igual o peor postura. Horario raro para que aparezca esa extraña criatura, noctámbula por naturaleza, se reserva el derecho a vista no por escapar, sino por comodidad. Igualmente, en medio de la fogata y la charla, atraído por el humo, hizo su aparición con su picaresca presencia.
El ritual era la simple comunión entre distintos y distantes fantasmas, que se juntaban antes de pertenecer al grupo de personas inflamables en el espectáculo. Se compartían vivencias, vivezas, todos en fraternal compañía, contando historias alrededor de la fogata, bebiendo el vino en un cáliz sagrado disfrazado de papel. Justo en el ombligo de nuestra congregación, como salido del humo mismo, el diferente a los de su especie, el Duende Negro, abrió sus ojos asomándose. Regularmente, suelen ser criaturas que con picardía, imparten la justicia que escapa de las leyes, vigilan la ley fuera de esta, esconden, asechan, aseguran, bromean, siempre bajo el pretexto de “mi actuar corresponde a su proceder”. Al contrario, nuestro visitante llegó con oportunista astucia, y carismática sonrisa, dispuesto a aceptar cualquier condición a cambio de una poco de distracción. Al parecer, lejos de querer entretenernos con sus tonterías y su ley, tejió con su magia cada rincón de la situación, tan rápido como apurado, tomo del cáliz, bebió de un sorbo casi todo su contenido. Llena su alma, ya nuestra pequeña presencia era prescindible; cometido el abuso, no quedaba más que la despedida.
Durante el saludo final, mi alma inquieta no pudo dejar de asombrase, al detener ese vistazo al rostro (que antes de parecía en constante cambio). Una nube de humo rodeaba toda su cara, su andar, su emoción y su cuerpo entero, como si el tiempo hubiese formado ese espectro para confundir a la gente, para escaparle, tal vez por ingrata o despistada. Al parecer, como todo duende, no podía escapar de su naturaleza, pero, detrás de ese manto como escudo, se veía un cuerpo deforme, como un niño diabólico que en el fondo de su alma, solo tenía mi reflejo.